sábado, 8 de febrero de 2014

El Constitucional niega a un niño autista ir a un colegio ordinario

Cuatro años sin escolarizar por una batalla judicial


La inclusión en colegios ordinarios es mayoritaria en España
Esta es la historia de Daniel, un niño que como cualquier otro empezó su vida escolar en un colegio ordinario de Palencia en septiembre de 2006, cuando tenía tres años. Un mes después, su tutora observó dificultades de adaptación y pidió una evaluación psicopedagógica a la Junta de Castilla y León. El informe concluyó que el niño padecía un “importante retraso madurativo” y proponía que fuera escolarizado en un centro ordinario que contara con especialista en pedagogía terapéutica, audición y lenguaje, además de un ayudante técnico educativo. Los padres pidieron entonces el traslado, pero a un colegio que no tenía los recursos recomendados en el informe. Pese a ello, consiguieron plaza y allí permaneció Daniel hasta que cumplió cinco años según ha informado el medio El País.

En el curso 2008-2009, la familia volvió a solicitar el traslado de Daniel a otro centro y se le concedió. Su nueva tutora detectó dificultades y pidió otra evaluación, que concluyó que el alumno padecía un “trastorno grave del espectro autista”, una “discapacidad psíquica grave”, un “retraso grave del lenguaje” y un “trastorno de déficit de atención con hiperactividad”, por lo que recomendaba una atención individualizada y constante de un profesor en un centro especial.

Desde entonces Daniel no volvió al colegio. Los padres rechazaron la resolución de la Junta de Castilla y León porque entendían que tenían derecho a que su hijo estudiara en un colegio ordinario con los apoyos necesarios para su integración, como recomienda la ley en vigor (LOE, 2006). Mantuvieron al niño en casa y demandaron a la Junta por denegarles su derecho a elegir centro. Pero perdieron: dos sentencias, una de un juzgado de Palencia y otra del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, avalaron la decisión del Gobierno regional.

"¿Cómo pueden hablar de abandono?" 


Ayer, el Tribunal Constitucional ratificó esas sentencias. El auto entiende que la ley obliga a la Administración a promover la escolarización de los menores con discapacidad en centros ordinarios proporcionándoles “los apoyos necesarios para su integración”, pero solo cuando esos apoyos “no sean desproporcionados o no razonables”, y en el caso de Daniel, según la sentencia, lo son. Además, pesa sobre los padres una denuncia de abandono, ya que la escolarización es obligatoria por ley en España desde los seis a los 16 años.

“¿Cómo pueden hablar de abandono? Si me paso las 24 horas del día con él”, se quejaba la madre de Daniel a este periódico el año pasado, cuando el Constitucional admitió a trámite su recurso de amparo. “Hacemos nuestros ejercicios de lectura global (con dibujos y letras) y trabajamos los números”, explicaba.

La familia no quiso hacer declaraciones ayer tras conocer la sentencia, pero según Itziar Fernández, coordinadora de Solcom, la ONG que les ha apoyado en toda su batalla legal, tiene intención de llevar el caso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

“Las evaluaciones psicopedagógicas están bien cuando se utilizan para analizar las necesidades de un alumno, pero se pervierten cuando se usan para justificar una exclusión escolar”, advierte Fernández.
“La no escolarización de Daniel es probablemente la opción menos deseable”, opina el catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Sevilla Jesús Palacios.  
“Si el debate se establece en torno a principios jurídicos abstractos (derecho a la elección de centro educativo, derecho una educación integrada...), es menos probable que se resuelva adecuadamente que si se establece en torno a las necesidades concretas de Daniel y la mejor forma de atenderlas. Que esas necesidades se atiendan mejor con los apoyos profesionales adecuados, parece tan fuera de duda como que el contacto de Daniel con chicos y chicas de su edad sin necesidades especiales le resultaría beneficioso (además de beneficiar a esos chicos y chicas)”, añade. 

El especialista cree que los padres harían bien en continuar la batalla en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero, entretanto, que el niño esté escolarizado.

El caso de Daniel planea sobre cuestiones tan delicadas como difíciles de resolver, pues gira en torno al derecho a la educación —que es de los menores y no de sus padres— y el derecho a la integración educativa de las personas con discapacidad, recogida en la Convención de la ONU firmada en 2006, y ratificada por España en 2008.

Ésta dice que “los Estados asegurarán un sistema de educación inclusivo a todos los niveles, así como la enseñanza a lo largo de la vida”.

A ella se han aferrado durante todo el proceso tanto la familia de Daniel como Solcom. También el profesor de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid Gerardo Echeita, que opina que la sentencia de Constitucional “supone un paso atrás muy grande”.

Un derecho, en principio, no tiene restricciones y no puede estar condicionado a los recursos disponibles”, dice en referencia a esas medidas “razonables” de las que habla el fallo del alto tribunal y también la Convención de la ONU.

De hecho, existen estudios —por ejemplo, el reflejado en el artículo Vulnerables al silencio. Historias escolares de jóvenes con discapacidad, firmado en 2010 por la profesora de la Universidad de Sevilla Anabel Moriña— que han puesto de manifiesto que, sin los apoyos adicionales ni los recursos adecuados, muchas veces la integración real no llega a producirse en los colegios e institutos ordinarios, de tal manera que los propios alumnos van a preferir los espacios separados de educación especial porque los sentirán menos traumáticos y hostiles. Aquel trabajo, sin embargo, no ensalzaba la vía del centro especial, sino que reclamaba poner en marcha esos recursos necesarios para que la integración verdaderamente funcione.

Lo mismo opina Echeita: “Ya sé que una cosa son las metas que hay que perseguir y otra es el día a día de los centros, pero si trabajamos en la dirección contraria nunca vamos a mejorar el sistema”, señala.
También reclama esa meta Itziar Fernández. “En el País Vasco todos los niños de seis a 12 años van a colegios ordinarios, independientemente de su grado de discapacidad. Se les asignan recursos y profesionales de apoyo o se crean aulas especiales para los que tienen más necesidades, pero siempre dentro de un centro ordinario. Eso demuestra que si hay voluntad política y se ponen los medios necesarios, es posible la inclusión total”, comenta.

Si el trastorno es grave, se necesita un profesor y atención individual


Juan José López, director del colegio especializado en autismo Leo Kanner, coincide en que el fin último debe ser la inclusión total, pero eso no siempre es posible.

En una década hemos pasado del concepto de integración al concepto de inclusión. Eso quiere decir, en efecto, que se debe propiciar una escolarización en colegios ordinarios, pero también implica disfrute de la educación, sentido de pertenencia y adaptación. Y esto depende de cada niño. Si hay trastornos del lenguaje, si necesita una persona constantemente a su lado, posiblemente no conseguirá más que aislarse del grupo. En estos casos, se considera mejor para el alumno que asista a centros especiales”, asegura.  
“Eso no significa que el alumno deba atravesar toda su etapa educativa en un centro especial. Se hacen evaluaciones cada curso, de manera que un niño puede entrar a los tres años y a los seis ser trasladado a un centro ordinario”, precisa.

López entiende que haya reticencias entre los padres a que sus hijos vayan a centros especiales.

“Antes eran meros centros asistenciales, y eso echaba para atrás a las familias, pero ahora son centros educativos en toda regla, con los mismos planes que los colegios ordinarios. Lo único que cambia es que los alumnos cuentan con una red de apoyo individualizada, adaptada a sus necesidades especiales de aprendizaje. Las familias que saben esto no rechazan, en general, la escolarización en este tipo de colegios”, afirma.
María Isabel Bayonas, presidenta de la Asociación de Padres de Personas con Autismo, cree que los padres deben tener en cuenta la opinión de los expertos a la hora de escolarizar a sus hijos.

“Yo misma soy madre de una persona con autismo, y toda la vida he luchado por que mi hijo tuviera la mejor atención. Ahora tiene 47 años y cuando era pequeño y lo echaron de siete colegios. Tuvimos que informarnos en el extranjero y empezar a crear aquí centros especializados”, relata.
En general, la proclamada tendencia a la integración general en centros ordinarios —en los textos legales españoles desde los años noventa del siglo pasado— está respaldada por las cifras. De los casi 150.000 alumnos con discapacidad en el sistema educativo español (con datos del curso 2011-2012), la gran mayoría (117.385) estudian en centros ordinarios. Y normalmente, familias y Administraciones suelen llegar a acuerdos razonables sobre las necesidades de los menores, pero hay casos, como el de Daniel, en que no.

“Nosotros siempre hemos querido velar por los derechos del niño y para ello hemos seguido las recomendaciones de los equipos de psicopedagogos que han dicho que iba a estar mejor atendido en un centro de educación especial”, asegura por teléfono Pilar González, directora general de Innovación Educativa y Formación del Profesorado de la Consejería de Educación de Castilla y León. 
Y añade: “Sé qué es un tema complicado, y nunca hemos buscado el enfrentamiento con la familia”.

Otro caso similar al de Daniel es el de Rubén, un niño de 14 años con síndrome de Down. Llevaba ocho años estudiando en un colegio público de León cuando la Delegación Provincial de Educación decidió trasladarlo a un centro especial. Sus padres se negaron y el niño lleva tres cursos sin escolarizar. En lugar de eso, acude a sesiones de apoyo y logopedia que suponen unos 500 euros al mes, además de seguir estudiando en casa. Los padres están, como los de Daniel, imputados por un delito de abandono familiar y se encuentran a la espera de que el Tribunal Constitucional acepte su recurso de amparo.

Si no se ponen medios suficientes, se puede conducir al aislamiento


“Todo empezó en cuarto de primaria. Rubén tenía 10 años”, relata Alejandro. “No tenía ningún problema, estaba totalmente integrado con sus compañeros. Pero, sin previo aviso, Rubén empezó a estar raro, arisco... No sabíamos qué le pasaba”. La respuesta la obtuvieron gracias a los padres de los compañeros de su hijo. 
“Nos contaron que un nuevo profesor agredía verbalmente a Rubén e incluso le amenazaba con tirarlo por la ventana de un segundo piso”. Se quejaron a la dirección del colegio, pusieron una denuncia por malos tratos, vejaciones y discriminación, y poco tiempo después el maestro en cuestión “se dio de baja y no volvió a aparecer”. Pero la situación no mejoró.
“El curso siguiente pusieron a otro profesor que tampoco aceptaba a mi hijo en su clase. Lo echaba del aula y le decía a la profesora de apoyo que no hacía falta que fuera a ayudarlo”, cuenta el padre. 
“Los demás profesores callaron. No hicieron nada para mejorar la situación. Fue una gran decepción, teniendo en cuenta además que yo era miembro del Consejo Escolar y estaba muy implicado en el centro”. 

El resultado fue que la Consejería decidió su traslado a un centro de educación especial. “Es un clarísimo caso de discriminación y maltrato”, opina Calleja. “Y estamos dispuestos a acudir también al Tribunal Europeo de Derechos Humanos si hace falta”.

Los padres de Rubén rechazan el modelo educativo de los centros especiales porque supondría para su hijo “una gran regresión a nivel formativo, pero sobre todo en su grado de socialización”, que, según opina Alejandro, “es lo fundamental”. El psicólogo y la logopeda de Rubén coinciden con esa valoración.

“Acude a un grupo de apoyo con otros niños que tienen síndrome de Down y se relaciona muy bien con ellos. Pero es importante que interactúe con niños sin discapacidades en un ambiente lo más normalizado posible porque en un futuro tendrá que hacerlo”, apunta María Carande, la logopeda.  
Integrar a los niños con discapacidad en un sistema educativo inclusivo es lo mejor para ellos, pero también para sus compañeros”, completa Miguel Ángel González Castañón, el psicólogo. 
Los niños aprenden que hay que ayudar a los compañeros que tienen problemas y se sensibilizan más con estos temas”, opina. 
“En cuanto un niño entra en colegios de educación especial, se hace invisible para la sociedad. Cercenan su desarrollo. Ya no existe”. 


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